Me voy sin haber podido entrar a ver la catedral de Nossa Senhora da Aparecida, el edificio más emblemático de la ciudad, con su techo de vidrio colorido que parece alzarse y unirse al cielo.
Me voy sin haber descubierto el mundillo de las súpercuadras, donde las hormigas brasilienses tejen su verdadera vida, lejos de la explanada de los ministerios, las torres, los grandes espacios verdirrojos y la soledad de las carreteras.
Todas las mañanas de estos dos meses las he cruzado a pelo, con el corazón acelerado, viendo venir los coches amenazadores tras de mí.
Pero es que en Brasilia no se han inventado aún los pasos de cebra, y yo sólo soy una hormiga a pedales.
"Señora Brasilia:
Con mi bicicleta y mi mochila te he recorrido a pedazos. Te he visto desde fuera, como te gusta que te vean (¿no?), porque eres un museo muy coqueto de arquitectura postmoderna que se muestra reticente a ser conocida por dentro.
Con mi bicicleta y mi mochila te he recorrido a pedazos. Te he visto desde fuera, como te gusta que te vean (¿no?), porque eres un museo muy coqueto de arquitectura postmoderna que se muestra reticente a ser conocida por dentro.
Y quitando ese desdén que nos haces a los seres humanos con patas, no me has caído tan mal.
En tus rincones se han gestado grandes grupos de música brasileños, fuiste la cuna del rock nacional en los años 80 y 90. Os paralamas do sucesso (en español, "los guardabarros del éxito"), aunque cariocas, se conocieron aquí. Y los Raimundos, con su forrocore (mezcla entre el ritmo brasileño "forró" y el hardcore), también nacieron en tus salas de ensayo.
Tu gente parece quererte, aunque haya pocos que hayan nacido en tus hospitales.
Uno de los que te construyó es amigo mío: Antonio el gallego, que vino hace 50 años para trabajar de albañil y poner tus primeras piedras. No me extraña que nunca se haya marchado de aquí, habiendo levantado tus paredes con sus propias manos.
La ventaja de no cruzarse con tu gente ha sido poder ir escuchando música y cantando por la calle sin vergüenza. Nadie a 1 km a la redonda, sólo coches fugaces que se evaporan en cuestión de segundos. Únicamente en la rodoviária he podido ser parte del grosso humano, donde los carritos de algodón dulce, los puestos de tabaco y los escaparates apretados con champúses concentran un poco el ambientillo callejero.
Recuerdo ahora que antes de venir, me preguntaba cómo serían tus calles (no había encontrado ninguna foto en internet). ¡No tienes calles! Ni plazas pequeñas ni lugares de encuentro al aire libre. Todas tus avenidas son tan grandes que dejan de ser calles para convertirse en superficies. Nunca verán tus barrios banderitas de colores colgadas de una farola a la de la acera de enfrente.
Pero a cambio tienes flores del desierto, y esculturas en forma de pinza de la ropa, y dos guardianes gemelos esqueléticos que te cuidan (Os candangos, en la Praça dos Três Poderes). No sé, tienes un algo especial que me ha hecho sonreír ante tus inconvenientes y caprichos, en vez de reprochártelos demasiado.
Nadie es perfecto, ¿no? Podemos empezar perdonándote a ti."